Todo camino lleva a alguna parte. Lejos o cerca. Adelante o atrás. Sí, se puede caminar y volver atrás, igual que puede uno quedarse inmóvil y avanzar. Como cuando te subes a un tren y te sientas a esperar que llegue tu destino. Y tu destino a veces se acerca y otras se aleja, porque la mayoría de veces en esta vida no nos dirigimos hacia donde realmente queremos ir.
Cuántas veces nos confundimos de vía, de tren, de destino. Y cuántas veces da igual, porque al final el resultado es el mismo. El aprendizaje es el mismo. Es el que tiene que ser. Y ya.
Algo así me dio por pensar el otro día montada en el enésimo tren del año. Olía a café y a periódico nuevo, algo tan estimulante para mí como ver cambiar el paisaje a través de la ventana. De verde, a amarillo. De amarillo, a verde. Ida y vuelta, en el camino y en mis pensamientos. Ese viaje, aunque corto, puso del revés mis ideas y, tras caer todas y volver a levantarse algunas, descubrí que todo lo que se pierde por el camino (los destinos, las personas, los trenes, las vías) es que nunca fue nada nuestro excepto una guia, una señal de «por aquí».
Por eso me gustan los trenes. Porque no tienes que hacer nada mientras avanzas. Porque van llenos de gente que está tan perdida como tú. Que saben adónde irán en las próximas horas, pero no durante el resto de su vida. Y así viven, vivimos todos: anclados a un billete de tren, a una vía conocida por la que sabemos, imaginamos, que no descarrilaremos. A un destino inciertamente certero.