– ¡Mira, mamá!
La aguda voz de Sara se coló aquel día en mis pensamientos que, a decir verdad, no iban más allá de un «maldito semáforo, ponte en verde ya».
Íbamos andando por la avenida, haciendo el mismo trayecto de todos los lunes, miércoles y viernes, cuando la recogía después de la clase de inglés. El paseo que había desde el colegio hasta casa se hacía más agradable en primavera, pero entonces, en pleno invierno, a las 7 de la tarde ya era de noche cerrada y hacía frío.
– ¡Mamá, mamá!
Traté de ignorarla un poco más porque, lo sabía bien, la mayoría de veces detrás de tanta insistencia sólo se escondía algo sin importancia: un cachorro, un cartel de una película, un escaparate. Cosas mundanas.
Recuerdo que en el lapso de tiempo que tardó en ponerse en ámbar el semáforo me dio tiempo a preguntarme algo. ¿En qué momento me había convertido en esa clase de madre que tanto había criticado? La que mira el móvil cuando su hija se tira por el tobogán, la que se lima las uñas mientras mira de reojo su dibujo, la que toma el sol con los ojos cerrados sin verla saltar las olas en el mar.
Mientras me maldecía para mis adentros, me percaté de que aquella no parecía ser una de esas veces en que Sara acababa callándose y cambiando de tema.
– ¡Pero mira!
– ¿Qué, cariño? -alcancé a contestar.
– Esa rama, esa de ahí. ¡Es roja!
Estupendo. La chorrada era aún más grande de lo que creía. Aún así, instintivamente, miré. La chorrada de mi hija no era del todo mentira. A decir verdad, era verdad. La luz del semáforo en rojo había teñido una rama rebelde de uno de los viejos olmos.
– ¡Ha cambiado! ¡Ha cambiado de color! ¡Ahora es naranja!
Ámbar. Y muy pronto llegarían los gritos alertándome de una nueva mutación a rojo.
Volví a mirar, recuerdo, y después me giré hacia ella que, a su vez, dejó de contemplar el «espectáculo» para observarme a mí. Tenía esa mirada habladora que parecía guardarse algo. Un brillo que era en su mitad la ilusión de una niña pequeña y, en su otra mitad, algo desconocido para mí.
No sé cómo ni por qué, pero por un momento, dejé de ser esa madre que detestaba y volví a ser la que era normalmente (cuando no llovía, cuando no había tráfico, cuando no llegábamos tarde, cuando no era el final de un día de perros).
– ¡Madre mía, Sara! ¡Es la rama mágica, la hemos encontrado!
– ¿Qué dices? – me respondió ella entre divertida y atenta. En su expresión se libraba una batalla: una niña contra una adulta.
– Sí, sí, lo que oyes. ¡La rama mágica! Sólo hay una en cada gran ciudad, y quien la encuentra… (mi imaginación comenzó a flaquear nada más nacer), bueno, quien la encuentra tendrá mucha suerte en todo.
– Mmmm…. ¿Y qué poder se supone que tiene la rama multicolor? ¡Esta roja, ahora es roja como mi bufanda!
La niña había ganado la batalla por el momento.
– Déjame pensar… Bueno, tiene el poder, que no es poco, de recordarle a la gente que en una gran ciudad ajetreada como esta también hay magia. Ya sabes, todo el mundo habla de amaneceres, de estrellas, de flores… ¡Como si un buzón o un rascacielos no fueran pura magia!
– ¿Lo son?
– Pues claro. Sólo que hace falta más de un vistazo para darse cuenta. El hierro puede ser tan mágico como el pétalo de una flor. ¡Ahí tienes a la Torre Eiffel! Y para eso existe la Rama Mágica, para recordarnos que hay muchas cosas especiales detrás un día normal en una ciudad donde nadie conoce a nadie.
– ¿Como qué cosas, mamá?
– Pues…. Un café. Un café es un antídoto contra el peor de los venenos: la pereza. Un rascacielos nos permite escalar hasta las estrellas. Y un atasco… ¡no hay nada igualable a un atasco! Es un milagro ese desfile de luces hasta el infinito.
Era la chorrada más grande que se me había ocurrido nunca. Mucho más que los cuentos que me inventaba cuando Sara era pequeña. Ahora ya no lo era, pero tenía una virtud que a mí me faltaba. La de reconocer la belleza, allí donde estuviera, con los ojos de una niña.
La miré otra vez. Seguía encendida en sus ojos esa chispa tan suya, la misma que le hubiera robado si hubiese podido (y si no hubiese sido mi hija). Pero entonces reconocí también ese otro algo. Una mitad madura, consciente: la que se las había ingeniado como había podido para hacerme inventar toda esa historia. Para hacerme creer en medio de aquella gran ciudad, en medio de aquel día de perros.
– ¡Pero qué cursi eres, mamá! -exclamó estallando en una carcajada a la que no tuve más remedio que unirme.
Los niños, esos grandes observadores que a menudo nos recuerdan cosas sencilla que los mayores ni hemos pensado.
Bonito relato Nuria 😉
Patri.
Mil pracias Patricia! me encanta que te haya gustado 🙂
Bonito relato. Intentamos con todas nuestras fuerzas ser buenos padres…pero todos tenemos esos momentos en los que dejamos de prestarles nuestra atención. Sus cosas nunca son chorradas, para ellos, cualquiera de sus cosas es importantísima. Hemos de intentar que esos momentos sean los mínimos….la niñez son unos pocos años de su vida, pocos años en los cuales debemos disfrutar con ellos, prestarles esa atención que nos demandan y darles todo nuestro amor.
Un abrazo y buen finde 😉
Toda la razón, Sonia, poco más puedo añadir. Un abrazo y mil gracias por pasarte!
no hay por qué darlas 😉 Un placer
Voy a preguntarle al gnomo que vive en mi terraza lo de la rama mágica. Necesito una segunda opinión.
Preciosa canción. Ese concierto me acompaña a menudo mientras escribo. Un abrazo.
Seguro que te lo cuenta…¡Es un secreto a voces!
La canción es pura magia para mí, y el concierto ya ni te cuento. Gracias por pasarse una vez más, Sr. Recacha! 🙂
hola,me ha gustado mucho tu cuento,muy lindo e imaginativo,y me hizo revivir esos constantes momentos con mis hijos….De verdad muy bueno…
muchas gracias Alfredo! me alegra que te haya gustado. gracias por leer! 🙂
Tejetintas!
Te he concedido el premio Blogger Award. Puedes pasarte por mi blog a recogerlo.
Felicidades.
Y Feliz Miércoles.
Muchas gracias Midori! es un verdadero honor que te hayas acordado de este rinconcito del universo Blogosfera!
Great bblog post