– ¿Por qué siempre les sonríes a los perros? Ellos no lo entienden…
Se encogió levemente de hombros y puso esa mueca arcoíris que tanto le gustaba.
– No sé… Creo que los animales tienen un alma especial.
– ¿Tú crees en el alma?
– ¿Tú no?
Ahora el que se encogió de hombros fue él, pero había mucha más ignorancia y torpeza en su gesto que en el de ella.
– Entonces tampoco crees en el amor. Una lástima…- musitaron sus labios vistiendo el silencio.
– Sí, claro que creo en el amor. Ya he estado enamorado antes.
– ¿Cómo lo explicas si no es con el alma? Creo que no nos enamoramos de las personas, sino de las almas. O mejor aún, las almas se enamoran entre ellas. A veces las personas podemos seguirlas, pero otras no. Ellas van por libre. Por eso hay amores que no entendemos, que detestamos incluso, que nos encadenan, que nos hacen infelices. Nosotros no queremos estar ahí pero, sin querer, lo estamos.
– Pero…
– ¿Sabes? Dicen que el amor es ciego, pero en realidad sólo finge serlo. Hace como que no se entera de la imperfección, del dolor, de todo lo que pesa y ensombrece.
– Sí…
– El alma, las almas… Son ciegas, sordas, mudas. Hablan sin hablar y sólo saben dar.
– Algo así como los perros… -sonrió él.
– Algo así.