No (soy) era fan de Alborán

No soy fan de Pablo Alborán. No sé de qué signo del zodiaco es ni si le gustan los animales. No me aprendí de memoria las letras de todas sus canciones y nunca me he leído una entrevista suya (y mira que yo soy de leerme hasta las cajas de los cereales). De hecho, la palabra «fan» empezó a escasear en mi vocabulario cuando cambié los «dieci» por los «veinti». Y con ella, los posters raídos en la pared, la histeria de los conciertos y los discos en bucle.

Yo, lo confieso, me quedé en El Canto del Loco y en Dani Martín (que era Acuario, y tenía un bulldog, y cada vez que cantaba con su voz de chulo eso de «y me siento como un niño imaginándome contigo, como si hubiéramos ganado por habernos conocido», me partía en dos o en tres). Sí, la grupie que vive en mí se quedó clavada algún día de aquel 2004 en esa plaza, LA plaza (aunque confieso que vuelve corriendo desde allí cada vez que Chris Martin le canta «Fix You»).
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Ayer (todavía no sé muy bien cómo llegué) volví a la plaza. No había ni rastro de cuernos, ni de «¡vamos, coño!», ni de mis dieciséis años. Había gente, eso sí, mucha gente. Olas de brazos y oleadas de emoción. Olor a sol y ganas de olvidar rutinas.

Y luego, él. Un chico de mi edad, un chico normal. Camiseta básica, barba de varios días e incipientes rizos domados con esmero. Salió al centro del monstruoso escenario, flanqueado por dos pantallas gigantescas y rodeado de altavoces capaces de despertar a un muerto. Podría parecer que era el protagonista de lo que allí iba a suceder, pero no: sólo era un alma más en ese micromundo feliz que se formó gota a gota, persona a persona, en una plaza de una ciudad de un país de un planeta lleno de problemas, de gente infeliz y de desencuentros. Y de muchas cosas mas, por suerte.

Cosas como voces que acarician y rompen al mismo tiempo. Que pertenecen a alguien, claro, pero cuya belleza pertenece al universo. Cosas, también, trascendentales como la felicidad más pura, que puede llegar cuando te cambia la vida, cuando tienes un bebé, cuando recuperas a alguien querido, cuando te enamoras o cuando prevalece la justicia.

Otras veces, la felicidad más pura es la más tonta. La más fácil. Comerte una paella con vistas al mar. Leerte un buen libro de cara al ventilador. Invertir 120 minutos de tu existencia sentándote en la silla más dura del mundo, abrir los ojos, las orejas y el corazón. y simplemente escuchar.

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Ayer por fin lo hice, me dediqué (sólo) a escuchar. Me olvidé por completo de que hace diez años hubiera matado por un móvil con cámara de 8 megapíxels y por una app con la que poder darles envidia a mis amigas gratuitamente. Dejé la esclavitud aparcada en el fondo de mi bolso y me perdí en un río de gente, de voz y de voces, de felicidad sin sombras, de manos levantadas como intentando tocar el cielo azul, luego naranja, luego azul oscuro. 

Luego negro. Cuando las luces finalmente se apagaron y volvió a ser de noche en la plaza, empecé a sacar conclusiones. Hacía calor, mucho calor. ¿Tanto calor? Creo que lo que ardía no estaba en el aire: estaba dentro de mí. No es que él fuera bello. No es que cantara precioso. No es que mi yo adolescente siguiera dando botes sin parar. No es que «Quien» ya no doliera. Que también.

Era que en las dos útimas horas, todo eso junto y alguna cosa más se habían unido para tomar la forma de la confirmación a una sospecha. Los sueños se cumplen. No es que puedan cumplirse, es que se cumplen. Lo más difícil, aunque resulta duro admitirlo, no es que la suerte esté de nuestro lado, es que nosotros decidamos crear la suerte con nuestras propias manos. Y cuando lo hacemos… los sueños ni siquiera llegan a ser sueños.

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La plaza seguía vaciándose lentamente. Pablo seguramente sudaba (y despertaba) en algún punto detrás del escenario-armatoste. Yo seguía pensando que con la suerte no se nace: se hace. Que un día eres un niño aporreando un piano en Málaga y al siguiente llenas estadios y plazas. Y corazones. Que un día garabateas chorradas en una libreta y al día siguiente tienes un blog y cuentas historias y emocionas a la gente. Y al siguiente, pues quién sabe.

Yo, personalmente, no me conformo con poco. Yo, como él, me pido lo máximo que un ser humano se puede pedir en la vida. Yo me pido ilusionar, abrazar, acariciar. Hacer magia sin trucos. Tirar de mi hilo y notar que detrás hay personas, vidas, latidos, emociones, sensaciones. Respirarlas todas. Darlo todo.

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Me pido que el aplauso final me pille como a ese chico de camiseta blanca y pelo encrespado por la humedad que miraba de punta a punta con los ojos desbordados de algo más hermoso que la propia música, que la vida misma y, por supuesto, que la palabra «fan». Ese que podría ser una estrella mundial pero sólo es un chico que algún día decidió que sus sueños no fueran sueños.

Por sorpresa, que me pille por sorpresa. Que me emocione aunque ya me haya emocionado antes.

Que me recuerde siempre que lo vivido nunca será mejor que lo que está por llegar.

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6 respuestas a “No (soy) era fan de Alborán

  1. A mi me encanta Pablo Alborán, de hecho estoy escuchándolo ahora jajaja espero poder verle en Barcelona en Octubre!! ;D

    ¡Un saludo!

    1. La verdad es que es todo un espectáculo y canta como los ángeles. Fue muy especial el concierto aquí! Desde entonces ya tiene una súper fan más 😊. Un abrazo!!

  2. Lo mejor está por llegar… Siempre me ha gustado esa frase, a veces porque era verdad, a veces porque necesitaba creerlo. Sólo decirte que el día que recibas el aplauso que mereces, no dudes que mis palmadas se sumarán a las de muchos otros.
    Besos
    Fer

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