Como dos cactus inconscientes de sus espinas, no supimos hacer otra cosa que abrazarnos aunque doliera.
Desde el principio, a mí se me clavó todo lo que nos faltaba. Todo lo que no eras aunque siguieras siendo tú. A ti te hirió que yo no fuera de esas chicas que se ponen la venda en los ojos y gritan felicidad cuando quieren llorar pena.
Hacia el final, ya éramos dos cactus sin pinchos pero doloridos. Dos trenes de alta velocidad reducidos a polvo después de chocar a propósito. Una y otra vez. Y así quedamos, así permanecimos demasiado tiempo y, aun con el corazón en ruinas, recuerdo haber mirado hacia atrás mientras me alejaba. Y recuerdo que tú también miraste.
Hoy que, por increíble que parezca, me parece que hay menos espinas que flores en el mundo, ya no me pregunto por qué no nos esquivamos al vernos de lejos ni por qué escogimos (o qué escogió por nosotros) crear tanto dolor en lugar de apostar por el vacío. De no haber sido completamente imposible, mirarnos y no estamparnos los corazones hubiera resultado inteligente. Práctico, brillante, acertado. Y muy vacío.
Nosotros en cambio, reconocimos en el otro la capacidad de enseñar como siempre se aprende: a mamporrazos. Y así procedimos, medio sádicos y medio enamorados, a colisionar para crear algo. Lo que fuera. Cualquier cosa menos nada.
Nada es justo lo que no me haces sentir a leerte. Incluso en momentos tengo más sensación de oírte que de leerte.
Besos
Fer
😉 Eres un sol, Fer! gracias!
Será por eso que vivo en las nubes…