Si no te gusta dónde estás, muévete, no eres un árbol.
Es una de las frases a las que más recurro para escapar de las mil esclavitudes que me invento cada día. Por eso, aquella mañana de brisa templada y olor a sol, no tuve más remedio que repetírmela una vez más cuando un sauce llorón al que nunca había visto se cruzó en mi camino de siempre.
Claro que lo había visto antes, pero no lo había podido (perdón, querido) mirar. Cuando no era un semáforo parpadeante apremiando, era un zumbido en el fondo del bolso. Cuando no era la prisa por coger el metro, era alguna ensoñación cruzando mi cabeza. Una de esas que se prolongan bastante más allá del sueño y que dejan sobre los hombros una resacosa carga de melancolía e intriga.
Si no te gusta dónde estás, muévete, no eres un árbol.
“No lo soy”, me repetí con regusto a café y a pasta de dientes en la boca. No lo era, la verdad. Pero hay que ver lo que costaba dejar de echar raíces a cada paso, a cada pensamiento negativo. En cada persona. Hay que ver lo difícil que es no hacerlo, ¿verdad?
Supongo que para mucha gente la respuesta es un “no”, y para otra mucha es un “sí” rotundo. Un “sí” con denominación de origen. Con nombre y apellidos. Y es que hay algunas personas a las que las páginas se nos pegan, o nos pesan toneladas, y cada vez que queremos pasarlas resulta que nos quedamos hechizados leyendo las notas a lápiz de los márgenes. O que no podemos evitar volver atrás cuando adivinamos una esquina doblada, un “por aquí me quedé” del que no logramos desengancharnos.
Fue aquel día, el del sauce llorón, cuando descubrí que tenía un problema con las páginas y, por qué no decirlo, quizás también con el libro. Recuerdo que me pareció que el frondoso árbol me miraba acusador, apuntándome con sus ramas lánguidas. Y como leyéndome la mente pude escuchar que me decía: “Eso no son más que excusas. Tú sí puedes echar a andar”.
Podía. Todos podemos. A un nivel que no nos atrevemos a imaginar. La libertad nos marea. La perseguimos tanto como nos asusta. Eso creo. Pensar que podemos dejar de ser la novia de, que podemos mandar a paseo a un amigo dañino, que podemos coger los bártulos y empezar de cero en cualquier otra parte… Nos aterra.
Y aunque cueste creerlo, la vida no sólo seguiría igual si nos atreviéramos a ser libres. Seguiría mejor. Pero pensar en posibilidades nos pone en la cuerda floja a veces. Preferimos hablar de lo probable en vez de lo posible. Es mil veces más fácil. Mil veces más cómodo. Mil veces menos… pretencioso.
Porque ahí va otra cosa: ser libre, al parecer, es ser un poco estúpido. Es ir por ahí permitiéndose el lujo (Dios mío) de hacer lo que a uno le viene en gana. De repente, sin previo aviso. Sin un: “oye, perdona, que después de todo el tiempo que llevas haciéndome la vida imposible, lo siento pero me planto”. Ser libre en un mundo (pre)fabricado al por mayor es nadar contracorriente, luego no siempre es fácil. Ser diferente da pavor hasta al que presume de diferencia.
Pues eso, que no vamos a cambiar de un día para otro (aunque deberíamos, mucho, y que les den a los vampiros de energía), pero habría que empezar a plantearse que igual es el momento de dejar de ser árboles. De enraizar sólo donde nos quieren y, más importante, donde nosotros queremos. De dar frutos cada día en un lugar y de buscar calor en cuantos más soles, mejor. Porque no, no somos sauces, aunque sí un poco llorones. No somos robles, pero somos fuertes. No somos naranjos aunque la vida esté llena de flores.
Somos móviles. Podemos cambiar. Empezar o dejar de ser. Parar y continuar. Salir y entrar. Contestar a una pregunta con una respuesta insólita. Descubrirnos haciendo algo de manera diferente. Tanto que nos dé la risa. Podemos dejar de estar quietos. Podemos dejar de correr y, simplemente, no dejar de andar.
No podemos, nunca, por más que llueva, truene o nieve, negarnos a disfrutar con el paisaje.
Es imperdonable que lleve tanto tiempo sin detenerme a contemplar el paisaje de tus letras. Me paso a saludar y a dejar constancia de que estoy atento a tus progresos. Iré recuperando el trabajo atrasado. 😉
Un abrazo.
Estás más que perdonado😊. Espero que puedas perdonarme tú por el mismo motivo. A partir de ahora voy a tener algo más de tiempo libre, así que estoy deseando ponerme al día con tu fantástico blog! Un abrazo, Benjamín!! ☺☺
¿Sabes? Siempre he querido echar raíces, pero nunca he podido. Siempre he estado de aquí para allá, sin nada permanente que no fuera Eurastio. Y hay veces que me gustaría cambiarlo. Yo, en cierto modo, sí quiero ser un árbol o al menos un arbusto.
Leerte me hace siempre pensar un poco más allá.
Besos
Fer
A mí, en cambio, se me da mal eso de marcharme con las raíces, digo… con la música a otra parte.
Un abrazo, Fer 🙂
Impresionante el alcance que tiene y lo que engloba un puñado de palabras.
Es impresionante la similitud que puede haber entre dos o mas vidas, con quizás distancias transatlánticas. Y es que ciertamente somos muchos los que intentamos «echar a andar» y no logramos hacerlo posible.
Aún así, felicito tu verbo y lo que generas con tu tejetintas.
Es la magia de las letras, son capaces de remover almas cruzando océanos! Muchísimas gracias por tus palabras y por pasarte por aquí. Un abrazo.
Alguien en una ocasión me dijo cambia de ladrillo y me instó a mirar por la ventana así hasta 10 ladrillos distintos y ese día vi claro que debía moverme. Me ha traído buenos recuerdos tu blog.
Muchas gracias, Tatian! Me alegro de que te haya gustado ☺