Acabo de sentarme en el banco más incómodo de toda la avenida. Ese que queda justo delante del buzón oxidado en el que, si nada ni nadie osa alterar nuestra línea argumental, echaré esta carta dentro de unos minutos. No muchos, unos pocos. Tardaré solamente lo que tarda una en vaciarse de piedras el corazón.
Estas piedras no son tuyas, lo sé. Tampoco el óxido de ese buzón tiene nada que ver con la última capa de pintura amarilla que trató de ocultarlo. Viene de debajo de todo. De lo más profundo todavía. De ese lugar que pocos saben que se borra solo si se muestra.
Te hablaba de piedras. De mis piedras, que son mías aunque no sea yo quien las puso ahí. Quiero enseñártelas para que las veas, para que viéndolas puedas ignorarlas. O quererlas, eso ya es cosa tuya. Yo, a fuerza de preguntarles cosas mirándolas a las ojos, he terminado por cogerles cariño. Están ahí, ya no molestan, pero sé que el sitio que ocupan, ocupado está.
A parte de eso, no hay nada más que debas saber de mí. Si acaso, que antes jamás me hubiera sentado en este banco pelado a escribir ni me hubiera comprado esto para merendar. «Esto» es un botellín de cerveza y una caja de bombones.
Quizás te sirva saber, también, que mi mayor delito es el de nunca saltarme las normas, y que por eso una vez al año me obligo a beber a deshoras y a soñar con azucarados posibles imposibles. Y es que mientras te escribo con la cabeza esta misiva invisible, lo único que tengo claro es que cuando el corazón se anquilosa no queda otra que ponerle las pilas de un susto.
Vamos, que por eso vivo últimamente con las puertas abiertas y sin portero matón que resguarde lo que nadie mejor que yo sabe guardar. Por eso he decidido bajar los brazos y apostarlo todo a la aterradora incertidumbre. ¿Si te digo que ya no me da miedo, te lo crees?
En fin, que me pierdo entre palabras y yo lo que quiero es encontrarme entre silencios. Mejor. Sí, mejor. Quiero disfrutar de esto de no ir a ninguna parte, que no es lo mismo que ir a ninguna parte. Que ese camino ya me lo sé muy bien. Que de tanta ida y vuelta, acabé con la vida revuelta.
Quiero matar y resucitar el tiempo. Con alguien. Contigo. Escribirle cartas y que le lleguen con un soplido en su cuello. Escribirte. Lanzarle mis piedras una a una y dar en el blanco del miedo común, y entonces, reírnos de todo lo que pese y ocupe sitio en vano. Darte en la diana, sí, darte de lleno.
Básicamente eso es todo. Ya no me queda cerveza y bombones, pocos. El buzón me mira con cara de «no quiero más pintura». De «me gustan mis partes oxidadas». Le entiendo perfectamente.
A mí me gustan mis piedras, mis sombras, mi escarcha. Me gusta mi corazón cuando se agarrota y le tengo que hacer cosquillas. Y lo tengo que reanimar abriendo compuertas y dejando que tus ojos le alumbren. Abandonándome a la plácida sensación de no resistirme. De dejarme hacer. De permitir que el amor o lo que sea me recosa los remiendos y me invite a una nueva ronda de ruleta rusa. Con suerte, ganaré otra vez. Sin ella, también.
Acabo. Termino. Concluyo mi carta con una firma besada. Con la promesa de ser siempre yo. De asustarte con mi velocidad y las mil revoluciones de mi pensamiento. Con el juramento de no salir corriendo si al final tus piedras pesan más que las mías.
¿Qué son las piedras sino materia? ¿Qué es el amor sino alas?
Echémoslas a volar entonces.
Me ha encantado tu carta. Todos tenemos cicatrices, un pasado, piedras como tú dices pero lo importante es saber vivir con ellas y que no pesen y nos impidan echar a volar. Saludos
¡Gracias, Aida! Me alegra que te haya gustado y te haya hecho reflexionar. ¡Feliz año!