Miré cómo la miraba. Mis ojos, escépticos primero, curiosos luego, agradecidos al final. Los de él ávidos, tiernos y suplicantes, todo a la vez. Le rogaban a los de ella que no se apartaran, que no se desviaran, que no cortaran ese flujo de energía. De puro amor.
Su universo paralelo me sorprendió sentada en el autobús. El chico no parecía superar los 40, mientras que ella, el centro de su gravedad, ya no cumplía los 50. Él era guapo, atractivo, más bien, y español. Su acompañante era latina, parecía tímida y delicada, y poseía una de esas bellezas no tan obvias, alejada del estereotipo exuberante y poderoso de las mujeres de su cultura pero que, sin duda, para él era más que evidente.
Los prejuicios no tardaron en abrirse paso en mi mente pero, no os voy a engañar, se desvanecieron tras dos segundos de mirarles fijamente. Bueno, de mirarle en realidad. Mientras ella hablaba, él la absorbía con la mirada. La observaba como si fuera lo único que le interesaba en todo el planeta. No se mordía las uñas, no chequeaba el móvil, no carraspeaba, no asentía con la cabeza, no jugaba con las llaves en su bolsillo. Prácticamente, no pestañeaba.
Yo seguía mirando, y después de unos instantes comencé a esperar que surgiera algún sentimiento de envidia o algún pensamiento negativo del tipo «seguro que al final se les acaba el amor». Porque eso es lo que hacemos cuando no estamos enamorados, desconfiar de la felicidad que nos ha dado la espalda incluso aunque la tengamos delante en forma de una pareja de desconocidos. ¿Tan egoístas somos? Probablemente, pero sea como sea, en ese momento me alegró sentir que en algún punto de mi propio camino, sin saber cómo, había avanzado hasta un lugar en el que podía alegrarme por ese hombre, por su mirada y sobre todo por su destinataria.
Después empecé a pensar en su cerebro. En qué clase de procesos químicos se estarían librando en él. En qué podía haber detrás de una mirada como esa. Los expertos explican así el amor, ¿no? Como algo científico en un gran porcentaje. Y tiene sentido que lo sea. Igual que uno no elige pestañear o hacer la digestión, tampoco elige enamorarse.
Sin embargo, hay tanto que no sabemos del enamoramiento… Se han escrito ríos de tinta, se han filmado miles de películas y compuesto millones de canciones. Y aun así, sigue siendo todo un misterio indescifrable para el ser humano. Ortega y Gasset dijo que «el enamoramiento es un estado de miseria mental en que la vida de nuestra conciencia se estrecha, empobrece y paraliza”. Una visión un poco catastrofista, sí, pero al final y al cabo, ¿no se reducen todas las posibilidades, los intereses y los caminos cuando estamos enamorados? Cuando empezamos a querer todo se limita, en mayor o menor medida, a él o a ella.
Yo creo que Ortega y Gasset escogió muy bien la palabra «enamoramiento». No dijo «amor», porque el amor es otra cosa. El amor está en todas partes y nos salva todos los días. El amor siempre permanece cuando el enamoramiento se acaba. Siempre. Está ahí, debajo del miedo, del rencor, del orgullo. El amor es constante, y a diferencia del enamoramiento, no es algo que tengamos que perseguir, no es algo que nos sorprenda o nos vilipendie a su antojo. Es estable y nos queda siempre. Y sin embargo, vivimos más preocupados de que se apague la chispa, de que se agote la magia, de que se calme esa ansia mutua que se inicia con el primer querer, de que la montaña rusa emocional de pronto llegue a su fin.
¿Y qué más da?, me pregunto. Si al final la decepción siempre da paso a una nueva ilusión. Si hasta las peores heridas sanan y el alma se regenera como la piel. Qué más da desenamorarse si al final siempre nos queda amor en alguna parte.
Qué más me da que se apague la chispa si al final de la montaña rusa me espera una mirada como esa.
Vale tí@ de nada yes = mehasenamorao -aunque de amor vaya sobrao.
Curioso comentario, jaja, gracias por pasarte!