Tejetintas

«La mayoría de los días del año no tienen nada de especial, comienzan y acaban sin dejarnos recuerdos perdurables en la memoria. La mayoría de los días no tienen ningún impacto sobre el transcurso de una vida. El 23 de mayo era miércoles»

(«500 Days of Summer»)

 

Mi 23 de mayo todavía no existe en el calendario, aunque tengo otros días de otros meses, todos los tenemos.

Calendarios. Días del 1 al 31 (perdonadme febrero, abril, junio, septiembre y noviembre). Meses del 1 al 12. Meros números que organizan el mundo tal y como lo conocemos, que dividen nuestros recuerdos en antes, después y durante. Aunque, lo sé, tendría mucho más sentido recordar a alguien por el color de un cielo, por el trinar de un pájaro o por el aroma del viento, que por que sea, pongamos, 18 de febrero. Pero la Tierra gira, el Sol nos alumbra y eso marca nuestro tiempo.

Tiempo.

– «¿Pero cuánto hace ya que se acabó?»

¿Cuánto? ¿Por qué no cómo? ¿Por qué no por qué? Lo medimos todo. Contamos los días, las semanas y los meses y, entonces, un día el contador se pone a cero otra vez. Porque después del verano siempre viene, irremediablemente, el otoño. Con su brisa tibia, sus crujientes hojas, su mágica luz crepuscular. Y vuelve a ser lunes, primero de mes, Año Nuevo. Vuelve a amanecer la vida. Al final siempre llega el momento de tachar aquel viejo día de verano del calendario y remarcar con un círculo un 23 de mayo. Un 2 de septiembre. Un 13 de enero.

Dejar que todo vuelva a empezar ahí, en un recordatorio mental de día, hora y lugar.

Dejar que pase lo que siempre pasa: la vida.