Y yo también

Miró la pantalla del móvil una vez más, y ya iban más de diez, más de veinte, más de treinta. Sin embargo, eran muchas menos de las que habría necesitado para comprender ese adiós que le venía tan, tan grande. ¿En serio era ella la que estaba cerrando la puerta? ¿De verdad? No podía creerse, pero es que últimamente le costaba cada vez más arrastrar ese hueco pesado que la acompañaba a todas partes. De tanto arrastrar, sin darse cuenta se había convertido en una loca con ojeras, apenas una sombra de la chica que era cuando estaba a con él, cuando la locura no significaba otra cosa que coger un avión como quien coge un taxi.

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Pero ahora él no estaba, ni estaría dentro de un rato. No había estado ayer, ni anteayer. Ni estaría mañana, ni pasado. ¿Por qué seguir remando contracorriente? Sin duda, ese primer “te quiero” en el aeropuerto, que le había parecido tan prematuro como sagrado, era una buena razón. Era el mejor “quédate” para ella, así que lo recordaba cada vez que sentía vacía una cama que casi siempre lo estaba. No su cama, ni la del hotel de París, ni la de Oporto. La cama daba igual porque la cama eran ellos. Los dos juntos.

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La cama la fabricaban cada vez que él le preguntaba, a las puertas del sueño, si la quería. Entonces ella respondía y, antes de darle tiempo a escucharse, se dormía a su lado. Y, aun así, aunque al día siguiente no lograba recordar nada, al despertar y ver las dos curvas de pestañas que formaban sus ojos cerrados, tenía claro que le había dicho que sí. “Que sí, que sí, que mil veces sí”, pensaba mirándole.

¿Y ahora? Seguía siendo un sí. Un sí que ya no podía abarcar tanta distancia, ni espantar los celos (¿celos?, ¿ella?), ni luchar contra la paralizante sensación de no saber cuál sería la próxima vez que le besara en la cara o le hiciera estallar de amor en esa cama que no era ninguna en concreto y eran todas a la vez.

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Ahora, el recuerdo de aquel amanecer en una playa portuguesa se le desdibujaba como una acuarela. El sabor de los primeros besos ciertamente le parecía otro, y el sonido de su risa inducida por las cosquillas que tanto odiaba que le hiciera, se había ido convirtiendo poco a poco en un murmullo que susurraba dolor.

Miró la pantalla del móvil otra vez más. “La vie en rose” sonaba en su cabeza y en su alma entera. Rosa, roja, verde, amarilla, violeta. Qué más daba. Ya no sería nunca la vida de los dos: sería su vida y la de él, simplemente eso.

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Miró la pantalla del móvil por última vez. Y por última vez leyó el último mensaje que él le mandó antes de entornar, delicadamente, la puerta que ella le había arrojado.

“Y por última vez, te quiero mucho”, decía.

“Y yo también”, contestó susurrando, con los ojos bien abiertos para no quedarse dormida. Para recordarlo al día siguiente y el resto de su vida.

Gracias, anónima, por compartir tus recuerdos conmigo.


11 respuestas a “Y yo también

  1. Me gusta cómo me cuentas las cosas. Me da la sensación de tenerte sentada en el sofá de al lado tomando algo, un vino, por ejemplo. Ya sé que no me las cuentas a mí, sino que nos las cuentas, pero es que soy acaparador.
    Besos
    Fer

    1. Gracias Bego! estoy muy ilusionada con este proyecto, me encanta transmitir esas vidas anónimas a través de mis escritos. ¡Un abrazo y gracias por pasarte!

  2. bua! paralizada me he quedado después de leer…puede ser porque me vienen recuerdos a la cabeza, puede ser por como escribes que ayuda a hacer propia la historia.
    Tremenda!
    Un abrazo 🙂

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