Recordaba perfectamente cómo había cerrado los ojos después de aquel abrazo. Sólo lo hizo después, y no durante. Mientras aún lo tenía cerca, mejilla con cuello, procuró abrirlos bien abiertos para no perderse nada. Suponía que, de ahí en adelante, su cerebro iba a repetirle en bucle aquel momento, así que siempre sería mejor tirar de archivo mental que de imaginación.
Diez segundos más tarde, cuando sus cuerpos se despegaron, recordaba haber cerrado los ojos exactamente igual que cuando viene susto en una película de miedo, cuando se estornuda o cuando el sol le da a uno en la cara. Viendo sin ver cómo salía de la habitación sintió, sin embargo, que a cada paso lo perdía un poco, y que a cada poco que lo perdía, ella se ganaba un poco más.
Apretó todavía más los ojos, quizá intuyendo que el susto más grande de su vida se lo llevaría al despertar al día siguiente siendo sólo una en la cama. O que el sol quemaría tanto que ya no habría nada bonito que ver. Se dejó envolver por la oscuridad, las sombras inciertas y sus puntitos bailarines de miope y sintió que, casi milagrosamente, el dolor aflojaba a 800 de 1000.
Desde entonces, siempre que le habían intentado romper el corazón, dejaba caer sus párpados para dejar también de ver, de sentir y de pensar. Era como un oasis de paz en un caos de información. Los sentimientos son información, y el primer momento del desamor es algo así como un canal 24 horas repleto de noticias de catástrofes aéreas, volcanes en erupción y terremotos devastadores. Se hace larga la cosa hasta que empieza a colarse algún que otro documental de canguros o de aves migratorias. Por eso ella prefería cambiar de canal cuando la cosa se ponía fea, cerrar los ojos y pensar en nada. Una tregua de un segundo lo es todo en la guerra sucia de la memoria y los porqués.
Cada una de esas veces recordaba aquella primera vez en que le cerró los ojos al miedo. Su último abrazo acababa de irse y ella se había quedado sola y fría y torpe y muda y sorda, así que, simplemente, entornó los ojos un poquito y, un rato más tarde, despegó las pestañas todavía húmedas. Podéis creerlo o no, pero ese día viajó en el tiempo. Su hoy todavía sabía a ayer antes de abrir los ojos, pero después, ya era todo mañana. ¿Ciencia ficción? Cura de realidad. Miró alrededor. Su casa seguía siendo su casa. Acarició su brazo izquierdo. Su cuerpo era suyo todavía. Tragó saliva. Aún le quedaba después de tantos besos.
Era de noche, pero no duraría eternamente. Se tumbó en el sofá que, de repente, había dejado de ser de los dos y era, de nuevo, sólo su sofá. Apuró la copa de vino y durmió sabiendo que, después de un largo parpadeo, volvería a ser de día otra vez.
Sencillamente genial.
Besos,
https://confesionesydesvarios.wordpress.com
Mil gracias!! 🙂
Siempre amanece, da igual que llueva o nieve, al día siguiente siempre amanece…
Precioso!!
así es, Bego! muchas gracias por pasarte y comentar! 🙂
Una tregua de un segundo no es lo mismo que no tener ni un segundo de tregua… 😉 Cuando pienso que no vas a ser capaz de volver a sorprenderme vas y me dejas con la boca abierta, qué malvada!!! 🙂
Besos
Fer
cualquier día te encargo el trofeo eh? (del mejor fan del mundo mundial). Muak! 🙂
pues ahora lo quiero!!!
Este blog es increíble, no puedo dejar de leer nunca. Sigue escribiendo como lo haces porque no sabes lo mucho que ayuda, enhorabuena mil veces. Espero algún día saber plasmar de esa manera la realidad. IMPRESIONANTE!
¡Muchas gracias, Bea!! Eres un encanto, me alegro muchísimo de que te ayuden mis palabras. 🙂