Querido agosto,
Ahora que falta poco para que vuelvas, quiero darte las gracias por ser imprescindible en mi calendario. Pero sobre todo, quiero agradecerte que me brindaras la fuerza, las ganas, la decisión. Que sellases mis cicatrices con tu sol y tus noches estrelladas. Lo sé, que el valor siempre estuvo dentro y no fuera de mí, pero todo hubiera sido diferente sin tus tardes infinitas y tus cielos de un azul ciencia-ficción. Todo hubiera sido diferente si no hubiera sido agosto.
Ya casi te ibas, ya amenazaba septiembre con convertir la duda en melancolía crónica, cuando tu último día nos cambió para siempre. A mí y a él. No sé qué pasó para verlo claro en aquel momento. No sé qué sabor en mis propias lágrimas me hizo entender que tenía que ser él, y que si era él, todo saldría bien. Salté al vacío no sin antes recordarle al que sería el encargado de cazar mi vida al vuelo, que el 31 ya siempre sería nuestro. Siempre. Creo que fue ese día cuando sentí el dulce peso de lo eterno en uno de sus besos. Extrañamente, ni siquiera me sentí estúpida por creer que un amor de verano y de fines de semana pudiese esquivarlo todo hasta llegar a la línea de meta.
Quizá cuando vuelvas, agosto, pueda preguntarte qué hiciste con todo el miedo, con ese pánico que me encadenaba las alas, que retenía cruelmente mi amor aunque, a tan sólo cinco centímetros de su boca, éste luchara desesperado por llegar hasta él. Por suerte, ese último atardecer tuyo, no sé cómo, me inoculó en la sangre tres ideas importantes. Las barreras ya no tenían sentido. Lo de “no estar preparada” era un cuento chino y, para mí, el único cuento válido a partir de ese momento sería el que nos tenía a los dos como protagonistas.
Sí, puede decirse que me arriesgué de nuevo. Me arriesgué sin arriesgarme porque las probabilidades de que nuestro “siempre” mutara a “nunca”, eran y siguen siendo ínfimas. Yo lo sé, él lo sabe. ¿Qué más hace falta para que algo exista que creer firmemente en ello?
Agosto, vuelve pronto. Recuérdame con tu cálida brisa a qué supo ese momento, cuando le dije temblorosa que el tiempo hablaría por nosotros. No sé por qué decidí cederle el control al tiempo si yo ya tenía claro que quería que todo el tiempo fuera para él. Pero lo hice, y no importa. Septiembre nos esperaba. Octubre nos deseaba. Noviembre y diciembre nos susurraban cantos de sirena.
Enero auguraba paz. ¿No se supone que el amor llama a la tormenta? ¿Que pelear es saludable y que “los amores más reñidos son los más queridos”? Febrero nos confirmó que no. Marzo nos abrazó muy fuerte. Abril supo un poco más a “siempre” de lo normal. Mayo es lo que somos, junio lo que seremos y julio lo que seguiremos siendo.
Y después de él, querido agosto, tú volverás y yo recordaré que el tiempo nunca decidió por mí. Que mi amor me buscó y yo le encontré. Que él preguntó y yo respondí. Que siempre estuve, y aún estoy, convencida de que la creación nos sacó del mismo trozo de materia imantada. Nos dio una forma diferente y nos lanzó a él por un lado y a mí por el otro. Y algunos años después, un tiempo ínfimo en comparación con toda la eternidad, nuestra propia naturaleza hizo que nos atrajéramos y nos pegáramos. Y ya nunca nos separaremos. Y ya siempre será agosto.