¿Cuánto hacía que no seguías un avión con la mirada?
Su pregunta le sorprendió intentando encontrarle la forma a aquel puntito blanco que surcaba el cielo más azul que había visto en meses.
Bastante, pensó en su cabeza. Pero su boca tenía otros planes: alargar el momento que acababa de nacer mientras la estela blanca del avión continuará siendo visible.
– ¿Qué quieres decir?
– Vas siempre tan corriendo…
Parecía molesto. Y eso le molestaba mucho.
– Todo el mundo va corriendo hoy en día…
– Tú más. ¿Consigues ver algo a tu alrededor que no sean fugaces manchurrones de colores?
Sí, estaba enfadado. Su voz sonaba cerrada y como escondida.
– Bueno, estoy viendo un avión ahora mismo. Nubes, rayos y un trozo de verde. ¿No está mal, no?
No estaba nada mal. Sin duda, era mejor que contemplar la incertidumbre proyectada en la pared con gotelé de su casa.
– ¿Y a mí me ves?
¿Cómo? ¿Por qué decía eso? Sí, le veía. Claro que le veía. Le veía y le quería. Tanto que, de no haber sido demasiado pronto, se lo hubiera dicho. ¿Demasiado pronto según qué? Bueno, según el manual no escrito de las relaciones y otras ideas estúpidas que creemos que nos pueden mantener a salvo. Pero no.
– Sí, te veo. Claro que te veo.
Con los ojos y con el alma.
– Es casi un milagro. ¿Sabes? A veces me imagino a los objetos peleándose porque los mires, intentando en vano atraer tu atención.
Le quería, ¿pero necesitaba su amor de vuelta? ¿Haría eso que su propio amor fuera más grande, más valioso? Lo dudaba. Y mientras dudaba, su boca se rebelaba. Dios, estaba a punto de hablar todo lo callado. Y el corazón estaba de su parte, eso era un hecho.
– Lo tienen difícil esos objetos.
Fingió despreocupación, convenciéndose de que todavía podía echarse atrás y no convertir en sonido las palabras que ya se habían dibujado en el aire, ahí justo delante de ella.
– Últimamente sólo te veo a ti.
Lo había dicho. Ahora era él el que perseguía la estela del avión y quizás algún que otro recuerdo pasado o futuro. Su expresión era un enigma y, por un momento, ella tuvo claro que su «demasiado pronto» había llegado demasiado tarde.
Él tenía razón. Había estado corriendo durante demasiado tiempo. Anticipando respuestas ante la posibilidad de que, por una vez, todo saliera bien y no encontrara motivos para luchar por la felicidad (en lugar de, simplemente, disfrutar de ella). Pero ahora por fin había parado.
¿Y para qué? ¿Para esto?
La estela blanca se deshacía lentamente en el cielo, como una nube alargada cada vez más tenue. El sol se había precipitado entre las colinas. La repentina noche presagiaba frío. De todas las clases.
Y entonces, una mano sobre otra mano que le pareció la suya. Un montón de estrellas susurrando irrealidad en un momento tan real como aquel roce. No sabía lo que había durado su silencio, ni si el avión ya habría llegado a su destino, pero había valido la pena dejar de correr un rato para ver cómo era vivir desde dentro un beso juntos.
Al final, había sido una buena idea parar demasiado pronto en aquel trozo de vida. Sí, definitivamente, detenerse era agradable cuando la carrera se libraba dentro.
Maravilloso texto. Embobada leyendo de principio a fin.
Un saludo,
https://confesionesydesvarios.wordpress.com
Muchas gracias guapa! Es un placer tenerte por aquí leyendo 🙂