Impulsos vitales

Cuando tenía dos años me atraganté con una gominola de esas gordas y redondas que alguien (mi madre dice que mi padre y mi padre dice que mi madre) se olvidó de partir en trozos antes de darme. Me han contado que estuvo a punto de mascarse la tragedia, pero finalmente sobreviví gracias a la rápida reacción de mi padre, que no tenía ni idea de primeros auxilios e hizo lo primero que el miedo le dejó hacer: agarrarme de los pies y colgarme del revés. Justo lo que no hay que hacer. Justo lo que me salvó la vida.

Con 7 años casi muero electrocutada/estrangulada por el cable de un flexo de esos cutres de los chinos, que entonces se llamaban tiendas de todo a cien y, en lugar de estar regentadas por familias orientales, lo estaban por señoras de mediana edad excesivamente amables que te llamaban «nena», «cariñet», «bonica» y esas cosas que decimos por Levante. ¿Que cómo lo hice? Ni idea. El cable del flexo, de esos de pinza, colgaba desde la litera de arriba, la de mi hermana, y como nunca se me ha dado bien eso de estarme quieta mientras duermo, supongo que en algún momento acabé retorciendo el cable por mi cuello hasta que se partió y empezaron a saltar chispas por todas partes.

En esta ocasión la heroína de la historia fue mi madre, que al oírme llorar en plena noche y encontrarse con la terrible escena de su pequeña electrizada, se olvidó de comprobar de qué material eran las suelas de sus pantuflas y también de que nunca. nunca, nunca se debe intentar salvar a alguien que se está electrocutando tocándolo directamente. Pero ella lo hizo y, una vez más, el instinto frente al miedo me salvó la vida.

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Cada vez que pienso en estos dos episodios de mi vida en los que a punto estuve de irme al otro barrio, me convenzo más y más de lo azaroso del estar y del no estar. Hay quien habla de destino (yo le voy cambiando el nombre según me conviene). Porque si el revés de la vida me viene mal, hay que ver qué mala suerte tengo, pero si me pasa algo bueno o encuentro a alguien interesante, es que el destino ha hablado. Así soy.

También me da por pensar que si mi padre o mi madre hubieran hecho lo que se supone que hay que hacer (practicarme la maniobra de Heimlich o desenchufar el flexo lanzándole una silla de madera), igual yo no estaría escribiendo esto ahora. Al final, lo que a mí me salvó fue un impulso. O lo que es lo mismo, la necesidad de actuar pronto confiando en que la cosa saliera bien.

¿No os suena mucho a la vida todo esto? A la eterna dicotomía entre pensar y hacer, probar y procrastinar, atreverse o arrepentirse de no haberse atrevido. Porque sí, hay impulsos que acaban mal, fatal. Que levante la mano quien nunca dejó a alguien demasiado precipitadamente y luego se maldijo por ello. Que tire la primera piedra quien quiso haber callado antes de lanzar palabras-puñal, o quien intentó hablar en medio de un silencio asesino pero no pudo.

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Los impulsos a veces son cagadas, pero sin cagadas no se aprende. Los aciertos y la calma están sobrevalorados, y al final, todo lo que somos es un montón de fracasos superados y miedos conquistados. Nadie en el mundo se siente orgulloso de haber sido feliz cuando era fácil serlo, pero sí de haber tenido fuerzas para sonreír en medio de la peor tormenta del mundo (y sí, una sonrisa también es un impulso).

Sin impulsos no le habríamos dado el primer beso a esa persona que luego nos devolvió un segundo, un tercero y así hasta alcanzar la infinitud. Sin impulsos nadie tendría hijos (quien diga que ha sido madre o padre habiéndolo pensado bien, está completamente loco). Nadie se enamoraría porque, a diferencia de lo que pienso la mayoría del tiempo, en este instante estoy convencida de que uno no se enamora poco a poco. Lo que sucede lentamente es el crecimiento de ese amor, que a veces crece al revés, vuelve a su punto de partida y muere casi antes de nacer. Pero la semilla, el principio activo, aparece un día de repente. Ayer no estaba y hoy mira.

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Los impulsos nos definen. Cuando eres más racional que impulsiva, esos chispazos son lo único que te queda para conocerte realmente, para saber qué quieres y qué piensas cuando el Superyo baja la guardia y el miedo pasa a un segundo plano. En esos momentos de impulso, como cuando una gominola gigante bloqueó el paso del oxígeno en mi garganta o una descarga eléctrica me sacudió los huesos, una tiene que reaccionar sin excusas, y el miedo, ya se sabe, es la excusa más gorda que nos ponemos cada día.

Hay impulsos que no parecen vitales. Un pensamiento en voz alta, un acelerón en un semáforo en rojo, quedarse a tomar la última copa. Puede que no lo sean realmente. O puede que sí, porque hasta lo más insignificante, la decisión más absurda e intrascendente, modifica por completo el transcurso de un día, de una semana, de un mes y de una vida.

Piénsalo y maréate. Piensa dónde estaría tu hijo si aquella noche no hubieras salido a conocer a su padre. O qué hubiera pasado si ese día hubieras cogido el metro un poco antes, no hubieras llegado tarde a trabajar, tu jefe no te hubiera reñido, no te hubieras hartado de todo, no hubieras dejado el trabajo y te hubieras ido a perseguir tus sueños a otro lugar. Quién sabe, a lo mejor perder un metro es la gran oportunidad de tu vida. O dar un beso. O tirar el reloj.

Sea como sea, hoy estoy segura, las cosas más importantes que te han pasado o van a pasarte dependen de un impulso. No se piensan, ni siquiera se dicen. Ellas deciden por ti. Tú las elijes a ciegas. Hablas. Te vas. Te quedas. Rompes. Arreglas. Conoces. Olvidas.

Abrazas a tu hija para sacarla del circuito eléctrico. La pones cabeza abajo para que la gominola asesina que amenaza con ahogarla caiga al suelo.

Haces lo que hay que hacer o lo que no, pero haces algo.

Actúas. Empujas. Vives.

Luego existes.

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8 respuestas a “Impulsos vitales

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