Querido desconfiado

«Yo ya no me fío ni de mi sombra». «Piensa mal y acertarás». «A mí no me la cuelan». Son frases top donde las haya que definen el carácter de esos humanos que, extrañamente orgullosos, se autodenominan desconfiados. Porque la confianza, según ellos, es un preciado tesoro que solo debe compartirse con alguien que nos haya demostrado, con grandes dosis de sudor y lágrimas, que efectivamente, podemos confiar en él.

Que no digo yo que esto esté mal del todo, pero ¿cómo va a saber uno de antemano si alguien es de fiar sin correr el riesgo de equivocarse estrepitosamente? ¿Cómo arriesgarse a no arriesgarse sin que la vida pierda todo su sentido, toda su gracia? La gracia de apostar al caballo perdedor y ganar. La gracia de lo inesperado. La gracia de superar los miedos y los prejuicios que te hicieron, según dices, tan desconfiado.

Pues, desconfiado, déjame que te diga que te pasas el día confiando. Confías en que salga el sol cada mañana. En salir a la calle y que no te caiga una maceta en la sesera. O un piano. O un calcetín sucio. Confías en que ninguna de las personas con las que te cruzas te haga la zancadilla, te insulte en la cara o te raye el coche. No es que esperes que nadie intente matarte en el transcurso del día, es que lo das por hecho. Vamos, que confías en la gente.

Confías en la gente porque, amigo mío, confiar está en la naturaleza humana. Desconfiar, también. Son como dos caras de la misma moneda. En definitiva, que ni el ser más confiado del planeta está libre de suspicacias puntuales, ni el más desconfiado deja de confiar cada día en que nadie le hará daño.

Porque a no ser que te exilies a la cima de una montaña sin caminos, siempre vas a estar rodeado de gente potencialmente dañina. Gente que hipotéticamente podría destrozarte: física y emocionalmente. Pero confías, y esa desconfianza que esgrimes como arma, no es más que eso, un intento (y ojalá en vano) de mantener a los posibles depredadores alejados. «Yo soy muy desconfiado». «Yo me huelo las cosas desde lejos». «Yo tengo calada a la gente y a mí nadie me engaña». Frases que no son más que espinas de erizo, tinta de calamar o escupitajo de llama.

Pero vaya, que luego en el fondo, todos somos un considerable tanto por ciento de confianza, de dar por hecho, de pensar que sí, que esta vez puede salir bien. Es algo evolutivo: uno no puede ser feliz mirando hacia atrás constantemente. Necesitamos pensar que todo va a estar bien para poder seguir adelante.

Por eso, desconfiado, sabes que en el fondo confías un poco. Confías en tu madre, en tu perro o en el poder curativo de la playa en invierno. Confías en el café matutino, en Google Maps o en el pronóstico del tiempo. Confías en tus amigos y, a veces, hasta un poco en el amor (aunque alguien te fallara en el pasado). Confías en dejar de ser desconfiado, e incluso a veces, confías en quien no se lo merece.

Y es mejor. Es mejor vivir confiando. Vivir con el «sí» por bandera. Encontrar un límite sano que te mantenga a salvo de lo realmente dañino. Porque confiar en que no te pasará nada si haces rafting sin chaleco salvavidas acabará con tu vida, pero confiar en que no volverán a hacerte daño, aunque te equivoques, aunque te la jueguen, no te matará. A lo mejor, vivirás algo mil veces más bueno de lo que hubieras esperado. A lo peor, tendrás una experiencia para seguir remando. Con algún que otro salvavidas extra, pero sin bajarte del barco.

Así que, desconfiado, no te bajes de la vida, empieza a creer que confías más de lo que piensas y, entonces, confía un poco más todavía. Pase lo que pase estarás viviendo. Y vivir nunca, jamás, puede ser una equivocación.

 


2 respuestas a “Querido desconfiado

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