Hablan fatal del apego. Nos instan a ser personas libres, sin cadenas, sin ataduras. A desprendernos de lo material lo máximo posible. ¿Pero qué pasa si las cosas ya no son cosas? ¿Qué haces cuando un libro, un juego de sábanas o una chaqueta olvidada se convierten en una persona?
A veces, los objetos cobran vida y se cargan de sentido mientras duermes. Poco a poco, van convirtiéndose en algo diferente, y cuando te quieres dar cuenta, se han instalado en tu corazón. Qué absurdo, ¿verdad? Tenerle aprecio a un objeto de plástico, de cristal, de cartón, de tela. Pero es que, a veces, los objetos son personas, y como personas, evocan sentimientos, reavivan recuerdos y remueven el alma. A veces nos encadenan, pero otras nos rescatan.
Tengo apegos. Muchos. Más de los que me gustaría. No tiraré la chapa del collar de mi gato. Ni la bata color ceniza de mi abuela. Ni las fotos que hablan de personas que se fueron queriendo y nunca quisieron volver. Ni ese jersey: el de ese día. Ni mi peluche que cuando era pequeña.
No tiraré nada que me apegue a mí, a la mejor versión de mí. La que soy ahora, después de aprender a decir “adiós” y “quédate” cuando toca. Después de hacer fuertes mis raíces y crecer siempre mirando al sol.
Que se vaya todo lo que no me haga falta. Material o inmaterial.
Que se quede lo que me salva, me celebra, me ofrece un recuerdo tendido al que agarrarme. Sea cosa o persona.
Sobre todo, si es cosa y persona al mismo tiempo.