Todavía era pequeña cuando aprendí que no soy fan de la adrenalina. Nunca me gustaron las emociones fuertes, ni los sustos, ni jugar a las tinieblas o al escondite si la que se escondía era yo. No fui una cobardica, de verdad. Simplemente, me gustaba pisar por terreno firme.
Siempre me angustió la incertidumbre, lo inesperado. Lo demasiado brusco. Con el tiempo aprendí que algún resorte en mi interior magnifica ciertas cosas. Los sustos de las películas de miedo, las sacudidas de una atracción de feria o la duda de no saber qué pasará mañana los multiplica por mil.
Pero he aprendido a llevarlo. Sé que debo ceder el control, a veces voluntariamente y otras porque no queda otra. Sé que las sorpresas a veces pueden ser tan buenas como una gata con nombre de princesa del espacio. Y que las sacudidas que más miedo dan son las que te dejan clavado en el sitio. Porque tanto miedo da el movimiento excesivo como la parálisis total. De hecho, a veces estos dos extremos son la misma cosa, y un movimiento de la vida demasiado brusco te anquilosa las ganas y cuesta más pedalear.
Pero ninguna de estas cosas importa tanto si hay cerca alguien que sujete o empuje cuando es debido. Como cuando eras pequeño y la atracción de las Tazas Locas paraba en el extremo opuesto a donde tus padres te esperaban con tu chaqueta y tu bocadillo de Nocilla. Y, todavía con el mareo de las turbulencias, descalza y con los pies colgando, mirabas en todas direcciones esperando ver esos zapatos tan familiares, esa coronilla inconfundible, esa silueta tranquilizadora acercándose a ti a paso lento pero seguro.
Sí, la vida a veces te deja así. Descalza y con los pies colgando de una montaña rusa llamada miedo. Pero siempre hay alguien cerca que camina hacia ti para abrigarte y darte chocolate. O un abrazo. O lo que haga falta. Y eso lo que hace que personas como yo, miedicas de manual, amantes de la seguridad sin remedio, aguantemos cuando la vida se pone negra como un Túnel del Terror, o cuando la felicidad da tanto miedo como estar en lo alto de la noria.
Por eso, porque tengo un salvavidas cerca, me atreví a mirar hacia abajo la última vez que me subí a una. Y, por eso, aunque jamás me encontrarán haciendo cola para subir al Dragon Khan, sé que si a la vuelta de la esquina mi vagón acelera tanto como para descarrilar, me bastará mirar al lado para parar el miedo. Para bajar al suelo.
Yo tampoco soy de atracciones fuertes, pero a veces la vida te marea más. Un beso