– «Se arreglan bajos de pantalón».
– ¿Cómo?- me preguntó extrañado.
En momentos como ese yo sentía que, al menos, había arrancado un pellizco de él. Una perturbación de su esencia, una onda en su alma, que siempre me había parecido un estanque en calma.
Aunque por aquel tiempo, «siempre» no era mucho. Sólo llevábamos viéndonos unas semanas, pero era curioso como ya entonces había un «siempre» y un «nunca«. «Siempre parece tan distraído», «eso nunca va a pasar». Eran las frases más repetidas en mi cabeza, que de estanque en calma no tenía nada. Era mitad tsunami y mitad volcán en erupción. Por eso, y ante los incómodos silencios que solían formarse entre nosotros mientras paseábamos, no tenía más remedio que ir leyendo todo lo que se cruzaba en mi camino. Rótulos, carteles, nombres de parada de autobús, anuncios de papel pegados a las farolas. Era como un tic nervioso.
– Nada, ahí. Pone que se arreglan bajos de pantalón.
– Yo tengo suerte, me suelen venir bien.
Y la conversación moría antes de empezar. Mi comentario podría haber suscitado una historia del tipo: «pues a mí me los arregla mi abuela, que vive en el pueblo, entonces cuando voy a verla se los llevo y ella a cambio me prepara arroz con bogavante».
Yo que sé. Podría haber dicho cualquier cosa, pero la mayoría de veces su boca callaba. No sólo mis amigas me preguntaban por qué seguía quedando con «ese espantapájaros que no habla«. Yo también lo hacía, aunque la diferencia es que yo no ignoraba la respuesta.
Su boca callaba, sí, pero su mirada hablaba. Nadie me había mirado nunca así. Era algo intenso, misterioso y magnético, algo que atesoraba con recelo lo que en realidad quería decir.
Y así seguimos, paseando entre las luces de la ciudad y compartiendo silencios cada vez menos incómodos. Eso sí, yo seguía leyendo carteles. «Prohibido el paso», «No se admite publicidad», «3 kilos de naranjas, 1 euro», «Ya están aquí las rebajas de enero».
«María, te amo y siempre te amaré», «Decídete: abre una cuenta ahorro con nosotros», «The time is now«.
Reconozco que poco a poco empecé a utilizar las frases que leía como indirectas. Y no sé si fue eso o el tiempo, o que la primavera se acercaba peligrosamente, pero algo comenzó a cambiar en él. Después de varios meses, parecía haberse resuelto solo el desencuentro entre sus ojos y sus labios, que no sólo me hablaban y me explicaban, sino que hasta me besaron, aquel día, frente a un edificio con tres carteles de «Se vende». Por entonces yo ya estaba enamorada, así que me pareció pura poesía que fuera precisamente allí donde me vendiera su corazón.
Pasó el tiempo y yo ya no necesitaba leer nada, pues estaba demasiado ocupada en leer cualquier cosa que tuviera que ver con él. Una soleada mañana entre las sábanas, mientras leía la forma en la que me había dado los buenos días, me confesé. Le conté todo, lo desconcertante que era su actitud al principio, y cómo solía leer todo lo que se me ponía delante para conseguir romper su silencio. Esperé alguna clase de explicación, pero fue en vano. Esa mirada parlante suya volvió a desarmarme, y yo temblé por dentro por si había vuelto para quedarse, para eclipsar nuevamente a las palabras.
Pero las cosas no parecieron cambiar entre nosotros, así que me olvidé de la mirada, de su primera versión y me refugié en la segura y plácida monotonía de nuestro amor, que era agradable, sencillo, cálido.
Pasaron algunas semanas hasta ese día. Él salía de trabajar, y yo había tenido la tarde libre y había estado haciendo unas compras por el centro. Estábamos cansados, así que nos sentamos en un banco que había justo enfrente de la avenida con más tráfico de la ciudad. Me disparó a quemarropa, sin anestesia. Sin miradas enigmáticas que me pusieran sobre la pista.
– ¿Quieres casarte conmigo?, dijo.
Me volví con brusquedad. No me miraba. Sus ojos estaban clavados en otra dirección.
– ¿Cómo?
– Nada, ahí. En ese muro hay un grafiti. «¿Te quieres casar conmigo?», pone.
Lo vi. La decepción se abrió paso entre un par más de sensaciones.
– Ah, sí, eso pone…
El corazón me palpitaba en la garganta, y mis expectativas, que habían nacido y muerto en el mismo segundo, se esfumaban con la cabeza gacha.
Un grafiti. En un muro.
Ponía «¿Te quieres casar conmigo?».
Eso ponía.
Ponía… exactamente eso.
Y lo primero que el había dicho no era exactamente eso... Él había formulado la pregunta de otra manera. No la había leído.
– Pero, tú no has dicho… – me sentí infantil y absurda por un instante, justo antes de tropezar con sus ojos encendidos en algo que ya había visto antes. En nuestros primeros paseos a la luz de las farolas; o aquel día entre sábanas malva.
Nos quedamos paralizados un rato. Aunque fue él, destruyendo todos sus «siempres» y mis «nuncas», el que rompió el silencio y con media sonrisa tan tímida como la del primer día, me dijo:
– Vale, soy un impostor. No soy tan bueno como tú leyendo carteles a modo de indirectas. Pero los grafitis no se me dan mal.
Los dos sabíamos que él no había hecho esa pintada, pero sí que me había llevado hasta allí estratégicamente.
– Bueno, ¿quieres o no? – insistió ante mi insólita mudez.
Le miré fijamente. Queriendo decir tantas cosas, y fundamentalmente una, que se me amontonaron todas en alguna parte y nada brotó de mis labios. Fue entonces cuando lo entendí. Probablemente en ese instante, él vio en mi mirada lo que tantas veces había visto yo en la suya.
Probablemente fue aquel día cuando resolvió sus dudas y las de sus amigos, a los que pudo contarles que, por fin, «la tía rara que nunca le miraba», había roto el voto de silencio de sus ojos.
Me encanta tu blog! Todo lo que escribes me hace sentir tan identificada… 🙂
Pásate si quieres http://viveloquetueres.blogspot.com.es/
Muchas gracias, Cio! Me pasaré a echarle un vistazo a tu rinconcito! Un abrazo 😉