– ¿Tanto te aburro?
Su lánguido bostezo no le había pasado desapercibido. Tampoco a ella, que intentó camuflarlo como pudo poniendo una extraña mueca que, en su intento de tenerlo todo controlado, le hubiese horrorizado de haberla visto.
– No, no, qué va. No sé… estaré cansada.
No lo estaba. O quizá sí, pero estaba segura de que ni una sola célula de su cuerpo podía sentir el cansancio en ese instante. Estaba completamente alerta, absolutamente concentrada en parecer adorablemente desconcentrada.
– ¡Es que no paras de bostezar!
Risas. Y otro bostezo en camino a punto de abrirse paso inevitablemente, a pesar de su férreo esfuerzo por sellar sus labios en una sonrisa perfecta.
No bostezaba de sueño, pues a su cuerpo y a su mente no le hacían falta más que las 6 horas que había dormido la noche anterior mientras su inquieto corazón daba brincos y creaba oníricos milagros sin tregua.
No bostezaba de hambre, como siempre decía su abuelo. Si existía alguna evidencia científica que situara a la hipoglucemia por ayuno como una de las causas de los bostezos, no creía que fuera la que la estaba poniendo en evidencia en aquel momento. Había desayunado, almorzado, comido, merendado y casi cenado, aunque todavía era de día.
No bostezaba de cansancio, ni de tedio, ni por contagio, pues a él no le había visto bostezar desde que lo conocía.
Pero él creía que bostezaba porque su conversación le aburría, o porque no era lo suficientemente culta e inteligente, o porque no causaba en ella ninguna emoción especial capaz de mantenerla en vilo. Se le adivinaba en la mirada, insegura y inquieta, sin atreverse a fijarse en lo que no quería ver: un rechazo silencioso. Otro bostezo más.
Ella, lo tenía claro. De todas las teorías que había encontrado al buscar respuestas sobre el extraño fenómeno que le afectaba cuando estaba junto a él, eran dos las que más encajaban. Según algunos estudios científicos, el bostezo lo provocaba una falta de oxígeno en el cerebro, que al verse «adormecido» en momentos de sopor, reaccionaba con ese irreverente gesto.
El sopor ya lo había descartado desde el principio, pero lo de la falta de oxígeno… Bingo. Estaba segura de que esa podía ser la explicación. Porque lo cierto era que, cuando estaba con él, todo le faltaba más que le sobraba. Le faltaba el aliento, la suerte, la calma. Sí, sin duda, podía sentir como le faltaba el oxígeno.
Pero la excusa que más le gustaba de todas cuantas había encontrado en Internet, era la referente a la temperatura del cerebro. Según ésta, el bostezo vendría a ser algo así como un aire acondicionado para la sesera, un mecanismo refrigerador para cuando se recalentaba. Bingo otra vez. El hervidero en que se convertía su cabeza cada vez que se enfrentaba a su imagen, bien valía un bostezo, veinte o treinta, en tan sólo media hora.
Definitivamente, y aunque él nunca lo iba a saber, ella bostezaba de amor.
Se le adivinaba en la mirada, insegura y inquieta, sin atreverse a fijarse en lo que no quería ver: un rechazo silencioso. Otro bostezo más.
Brillante ❤
Gracias aunt!! 🙂
Curiosamente a mí cuando te leo lo que me da es calma. Escribes con cariño, despacio, suave, si sobresaltos… escribes arrullando y sugiriendo.
Lo malo es que es lunes, por la mañana… y me han dado ganas de volver a la cama
🙂
Jaja bueno, espero que al menos no hayas bostezado! gracias por las palabras! 😉
Bostezaba de amor… Ha sido muy bonito!
gracias Claudia! 🙂
Tremenda historia, debo confesar que me encantan esos detalles, esa capacidad tuya para resaltar lo que a diario muchas veces no le damos importancia. Sigue así. Un abrazo.
Pablo.
gracias una vez más por tus palabras y elogios, es un placer que alguien con tanta sensibilidad hable así de lo que hago. Un abrazo! 🙂