El pavimento empapado por la humedad ambiental le hizo pensar en su piel cuando salía de la ducha. La luz de los halógenos del cuarto de baño incidía en ciertas zonas de su cuerpo, convirtiéndolas en pequeños espejos a los que le gustaba acercarse para verse reflejado, aunque eso fuera del todo imposible.
Nada de aquello tenía ya sentido. ¿Por qué los recuerdos se empecinaban en existir más allá de lo imposible? Se lo preguntaba cuando un gato escurridizo pasó junto a él. Los dos segundos que se mantuvo en su campo de visión le bastaron para percatarse de la escasa longitud de su cola y de la muesca en una de sus orejas. Gajes del oficio, pensó. Era lo que tenía vivir en la calle, suponía, igual que acabar con el corazón mutilado era lo que conllevaba enamorarse.
De repente, no pudo evitar sentirse así, como un gato con la mitad de una oreja o una lagartija sin la punta final de su cola, obligados a seguir andando sin puntos de sutura ni analgésicos después de haber pedido lo imprescindible.
Pero nada lo era, ¿verdad? Nada era necesario si podía seguir respirando tras perderlo. Y él respiraba. Respiraba renqueante entre excusas para no ser feliz, frases del pasado enquilosadas y promesas negras de futuro. Respiraba con los pulmones más pesados del mundo. Respiraba y a veces tosía palabras violentamente, aunque ella ya no estuviera allí para escucharlas.
Aquella noche, lo supo, sería la última en que hablaran. Miró a suelo de nuevo. Evocó su piel otra vez. Dejó que sus piernas le demostraran que todavía se sabían el camino y, cuando llegó al banco de madera y hierro forjado que había visto nacer, crecer, reproducirse y morir a su amor, se alegró de que ella ya estuviera allí.
– Has venido -dijo en voz alta.
Esta vez, la luz se reflejaba en sus labios y en su pelo liso, tan liso como la superficie de un mar en calma.
Empezó sin más a hablar de amor, de perdón, de todo lo que habían sido y ya no eran. De las diferencias entre hombres y mujeres, entre amar y desear, entre ganar y salir ganando. Le explicó, aunque ella no estuviera escuchándole, que él siempre la había amado aun sabiendo que ella sólo deseó hacerlo. Y que a pesar de ello, siempre se sintió ganador. Y que a pesar de ello, perderla a propósito fue como cercenarse voluntariamente un trozo de algo vital y aun así prescindible.
Porque allí estaba, sin ella, hablándole a un holograma cincelado a base del recuerdo de la última vez. La última vez en aquel banco. El último «volveré», el último «espérame».
El penúltimo, después de todo. Porque, después de todo, había vuelto a aquel lugar esperando verla. Queriendo vaciarse los bolsillos de fracasos en la misma tierra que ella perforaba con el tacón de su botín izquierdo cuando se ponía nerviosa. Ahora sabía que ya nunca más regresaría porque ya no había nada más que vaciar.
Se levantó. De camino a casa se paró delante de un charco. Se asomó a verse. Se reconoció. Ahora lo entendía. No se podía empezar una casa nueva sobre unos cimientos viejos. Ahora lo sabía. El vacío era la mejor casa para un corazón nuevo. Cosido a balazos, con grapas, iniciales de hilo y zonas oscuras por fuera. Nuevo, reluciente, impoluto y abierto por dentro.
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