De aquel día recuerdo sobre todo la gran cantidad de polvo flotando en el rayo de luz que se colaba por la ventana. Indicaba, sin duda, que no había pasado el trapo tal y como le recordé por la mañana. No obstante, y tan solo por esa vez, la última vez, agradecí su eterno desorden y me abstraje en aquella franja luminosa saturada de partículas brillantes, confiando en que contuvieran algún tipo de magia o conjuro que nos salvara de alguna forma, igual que años atrás él me salvó y yo le salvé.
Poco después de aquello llegué a la conclusión de que para que alguien o algo te salve, tienes que sufrir de algún peligro, pero es que a nosotros ya nada en el otro, ni en la vida que compartíamos, nos causaba vértigo, ni nos ponía contra las cuerdas, ni nos hacía temer a la pérdida. Nos habíamos resignado tanto, que muchos creían que éramos felices no siéndolo. ¿Acaso no era el siguiente paso natural en el camino? Después de la pasión, la dulce calma del amor desgastado, superviviente, inhumano.
Aquel día, el del rayo de luz polvoriento, él estaba tumbado a mi lado en nuestra cama. Tenía puestas las sábanas aquellas de las rayas verdes y rosas. Recuerdo vagamente que le pregunté si creía que estábamos terminando o que era solo una fase. No sé si fue eso lo que dije exactamente, pero sé que dije «nosotros» y creo que dije «fase». Su respuesta fue muda. Simplemente se incorporó sin prisa, y en los cinco segundos que le llevó cambiar su posición de vertical a horizontal, sentí una especie de telón cayendo lentamente y un extraño alivio asomándose por la puerta de la habitación.
No hizo falta decir nada. Ahora lo pienso y creo que agotamos algo casi tan imprescindible como el amor: los retos. Agotamos la serenidad de nuestra zona de confort, y el tedio hacia nosotros mismos lo contaminó todo. Todas nuestras líneas partían del mismo sitio y seguían por la misma dirección, así que no había peligro, ni lecciones, ni tensiones que resolver y con las que aprender.
Aun así, la nuestra fue la más dulce e inocua despedida de las que me ha tocado hacerme cargo en mis 80 años de vida. Fue la lección sin lecciones en la que más pienso ahora, mientras me viene a la mente la imagen de nuestras sábanas verdes y rosas apolilladas y sin color en el cajón de una cómoda que ya no existe. Lo pienso sin tristeza, sin amargura, con devoción a lo bien que lo hicimos al poner el final antes de empeñarnos en un nuevo principio, antes de tener hijos, de destrozarnos las expectativas, de quedarnos sin voz.
Por eso, ahora que mi fuerza interior es cada vez mayor, como el número de arrugas en mi piel, siento que le debo algo. No se lo debía antes, ni ayer, ni hace cinco minutos. Se lo debo ahora, porque justo en este momento, llena de canas y saturada de arrugas frente al espejo, tengo escrito en la frente algo que nunca le dije y que nunca quise decirle. Pero hoy, sí.
Amor,
(Llamarte amor es verdad y mentira al mismo tiempo, porque ya no me acuerdo de lo que es quererte, pero sí recuerdo que hubo un entonces en que te quería).
Tú yo tuvimos magia. Chocamos y nos fusionamos a veces, y otras veces nos repelimos como el agua y el aceite. Hablamos durante tantos días, tantas noches, tanto tiempo, que no nos quedó un tema de conversación por tocar, ni una corriente filosófica que destripar, ni un político al que machacar, ni un vinilo de nadie por disfrutar.
Es la sensación que me queda, la sensación del todo. De haberlo vivido todo contigo. Es por eso que no me puedo sentir fracasada, nunca pude, porque no pudiéramos seguir juntos. Más que no poder, fue un no querer. Tú y yo tuvimos magia, y cuando la magia se acabó, cuando dejamos de ser agua y aceite, cuando dejamos de fusionarnos y de chocarnos y del todo pasamos al nada, nos dijimos adiós en silencio. No dejamos nada pendiente, no nos torturamos con lo que podría haber sido, porque nos hicimos responsables de que no queríamos que fuera. Y por eso, ganamos. Y por eso somos un ejemplo y nuestro amor es tan bonito como el que hace que dos personas se vean envejecer.
Hoy yo no sé dónde estás, no sé tu aspecto, ni si estás vivo. Tú no sabes dónde estoy, ni si conservo la memoria, ni si estoy muerta. Pero el saber que contigo lo viví todo, lo probé todo, me sentí entera y toda, hace imposible el rencor, la nostalgia, la pena. El saber eso, que fuimos justos, sinceros, posibles, me reconcilia conmigo misma y con el polvo de esta habitación.
Un relato precioso. De esas historias de amor que a pesar de tener un final triste te hacen sonreír. Un abrazo!
muchas gracias por apreciarla, Aida! ¡Feliz sábado!:)
¡Qué buen relato para un sábado! Para mí la magia siempre tiene que star presente, sean los primeros años o los últimos.
¡Un beso! 🙂
Así es! Ni la magia, ni los retos, ni las ganas 😉 gracias!! 😚
Que bonito cuando no te arrepientes de nada porque viene a ser todo. Y que
importante saber dónde está el final de las cosas. Me encantó
Muchísimas gracias!! 😊
Por fín un texto amoroso que no habla de la imposibilidad o del cambio, del resquemor o de la rabia. Si no de algo que fue único, que se acabó pero que no se olvida, ni mucho menos se vapulea. Que revelador, cuanta verdad.
Muchísimas gracias por tu comentario, precisamente esa era mi intención, ofrecer una perspectiva diferente. 😊