Los capullos también lloran

Y los cobardes. Y los valientes. Y los príncipes-sapos. Y las princesas destronadas antes de llegar a reinas.

Todo el mundo llora (por amor). Y si eres de los que llora de llorar (de sacar el diluvio universal por los ojos, de moquear, sorber e hipar, de hacer ruiditos lastimeros y acabar con todo limpiándote con la manga  y sentenciando la escenita con algún «en fin» o «pero qué le vamos a hacer»), si eres de esos, amiga, amigo, date por afortunado. Porque hay otras muchas maneras de llorar que no son tan evidentes, no son tan peliculeras, pero lo que sí son es infinitamente más dolorosas.

Se puede llorar para dentro, echándoselo uno todo a la espalda, custodiando las lágrimas bajo los párpados, prisioneras de uno mismo. Prisioneras del tiempo, que aunque a veces juguemos a no saberlo, acaba imponiendo eso de que «todo lo que entra, tiene que salir». Y vaya si es cierto. Lo que un día entra, puede salir solo diluido en agua y sal, o salir a puñetazos contra un cojín, o a golpe de verbicidio. Lo peor es que puede no salir nunca, porque hay gente que permanece atrapada en su brillante armadura antivida, como creía Robert Fisher y como creo yo. Hay gente que se hace dura porque no sabe que se puede ser más fuerte después de reconocer que uno es débil.

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Se puede llorar en silencio, sin machacar rellenos de almohada, sin mojar de pena esa almohada, sin ruido, sin vísceras, sin rabia. Se puede llorar sin llorar. Con el lamento silencioso de quien deja de intentarlo, de quien se va a ser feliz en otra parte sabiendo que podría haberlo sido en el lugar que deja. Se puede llorar siendo un capullo o una capulla. Ignorando sentimientos ajenos porque resultan incómodos, porque son como un espejo en el que duele demasiado mirarse.

Pero todos lloramos, algunos para fuera y otros para dentro. Algunos de manera explícita y otros jugando al despiste. Pero todos sufrimos, hasta el que no lo sabe. Hasta a ese cerdo le llegará su San Martín, su matanza de Texas emocional, su micro diluvio universal. Así que si alguna vez, amiga, amigo, tropiezas tu camino con el de una de esas personas por las que el sufrimiento parece pasar de puntillas, mira más allá de su sonrisa dorada, de su ademán displicente, de su actitud impostada. Mira y verás que está llorando. Sin agua ni sal, sin orden ni concierto (porque a saber desde qué fracaso lleva persiguiéndole su encarcelada tristeza.

Verás que sí, que se puede llorar sin llorar y que, afortunadamente, a ti las decepciones te desbordan los ojos, las manos y las ganas, y por eso después de cada charco en cada mejilla, te nacen un par de flores. Verás que afortunadamente, no eres uno de esos capullos que nunca querrá ser una flor.

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4 respuestas a “Los capullos también lloran

  1. ¡¡¡Cuánta razón!!! me ha gustado mucho, todo lo que dices es así. Yo soy de las que con el tiempo he aprendido que llorar no es de débiles, que es una forma de canalizar la pena, nuestra tristeza, alegría o cualquier otro tipo de sentimientos. Que desahoga, que libera estres y nos tenemos que quedar con eso.

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