La cama feliz

Antes de él su cama estaba enferma. Le faltaban besos, le sobraba falsa calma. Permanecía, la cama, siempre quieta, saturada de recuerdos grises, de palabras enquistadas, de expectación defraudada.

Pero ahora algo se movía entre las sábanas. Se oían risas que nacían de los pliegues de la tela de algodón blanco. Hasta podía distinguirse claramente la sonrisa de la almohada, que era capaz de contagiar a su pelo, a sus orejas y a sus pestañas mientras dormía. Y así, entre respiraciones acompasadas, todos sonreían a la par hasta que llegaba el amanecer. ¡Era tan bonito de ver!

En su nueva vieja cama, su cuerpo siempre sentía el calor que él dejaba al marcharse, porque cada vez que se iba, se quedaba un poco. Y aunque ni ella, ni la cama, ni las patas de madera, ni los muelles del colchón ni las plumas del edredón pudieran saber de ninguna manera si de verdad él volvería, había algo en su existencia, en el peso de su cuerpo al lado de ella, que era atemporal, que la acompañaba independientemente de cualquier reloj. Desde entonces, desde allí y hasta siempre.

Había algo, y su cama lo sabía bien, algo en sus pestañas que le vendía paz a precio de besos y caricias de esas que no cuesta imaginar que curan más que el tiempo. Él era, y su cama no lo ignoraba, luz tranquila y piel de sol. Y por eso la cama entera, antes yerma y triste, ahora estaba tan viva que algunas mañanas se despertaba antes que ella para impulsarla. Para hacerla volar hacia un nuevo día en el que cualquier cosa podía pasar. En el que reconciliarse con el vértigo era la única y la más dulce de las salidas.

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