Tú. Sí, tú. Estás ahí plantado al otro lado del cristal. Yo, sentada en el autobús que ya debería llevar mi nombre por la cantidad de veces que me lleva y me trae, me doy cuenta de que existes. De que es muy probable que tengas calor porque tu piel desprende un tenue brillo que enciende mis sentidos.
Tú. Llevas vaqueros y una camiseta que yo reconocería al instante si tú fueras mi «tú». Y una mochila de piel marrón que descansaría en mi sofá negro cada viernes por la noche. Apoyada en él, nos vería cenar con vino, reír con ganas y hacer el amor como si inventáramos algo nuevo cada vez.
Tú estás ahí esperando a que el semáforo se ponga en verde. Quizás, seguramente, esperas algo más que yo no sé discernir. Se nota en tu ceño fruncido, en tu mueca tensa que no desperdicia ni un ápice de tu belleza. Eres guapo, aunque tus proporciones no son perfectas. Pero tienes algo, ese algo que me volvería cuerda, que me haría desearte con toda la ternura que cabe en mi pecho.
Tus manos. Esas manos me las sabría de memoria. Y el contorno de tu cara. Y el tacto de tus costillas, de tus clavículas, de tus tobillos. De todo lo que sobresale de tu perfecto cuerpo. Me imagino su peso, tu calor, su presencia a mi lado en la cama.
Me imagino más cosas mientras el autobús empieza a arrancar y tú sigues esperando al semáforo y a la vida. Supongo que tienes unos padres a los que me aterraría conocer. Que jugaría con tu perro y lo querría como si fuera mío. Que te prepararía tu tarta favorita en cada aniversario. Sueño, en lo que dura mi parpadeo y el del hombre luminoso de color rojo, que tú podrías ser mi «tú» de sol a sol, de miedo a miedo, de punta a punta de este mundo raro y gris.
Tú podrías ser algún color que combinara con el resto. Podrías ser una luz a lo lejos, un movimiento, una caricia de sol. Y podríamos ir juntos de vacaciones y quejarnos de tener la playa entera dentro de los bañadores después de querernos sobre la arena. Y podríamos hablar de política viendo el telediario del mediodía hasta quedarnos dormidos. Y podríamos viajar sin salir del dormitorio y permanecer en el mismo sitio aun cogiendo aviones, y trenes, y barcos. Y ser uno, o dos, o trescientos. Ser nosotros.
Ser dos desconocidos que se miraron a través de un cristal una desértica tarde de agosto y luego se olvidaron para siempre. Hasta que se volvieron a encontrar sin saber que ya se habían encontrado.
Tú. Sí, tú. Tú podrías ser lo que yo no ando buscando.